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El lavado de ropa, la higiene en las casas, no eran cosas de todos los días; la
desinfección del agua, de la comida, tampoco. El saneamiento, como lo entendemos
hoy, no existía. El cuidado del agua y su buen uso no fueron, en esas épocas,
asunto de preocupación para nadie.
Para darnos una idea de cómo eran cosas del agua y la salud en aquellos, no
muy lejanos tiempos, te invito a que leas un pár rafo de la novela
El per fume
, del
escritor alemán Patrick Süskind, En él podremos descubrir cómo el agua no era
un elemento necesario para la higiene y la limpieza; mucho menos para el aseo
personal y colectivo.
“…En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas
concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los
patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban
a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa
de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido;
los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante
olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las
curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres
y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los
dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no
eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban
los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba
por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como
el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la
nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y
la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque
en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las